Mi niña Daniela
Llegaste al mundo una noche de
luna llena, tan luminosa y resplandeciente como la que brillaba en el cielo el
día en que papá y yo nos casamos. -“Nos vamos a la sala de dilatación”-,
comentó con una sonrisa el celador encargado de trasladarme en la camilla hacia
el quirófano. Recuerdo con claridad todos los detalles de ese pequeño trayecto:
un pasillo largo por el que desfilaban habitaciones con numeraciones
correlativas; una máquina dispensadora de comida y otra de agua y refrescos; el
control de enfermería, con varias auxiliares dando indicaciones a las personas
que se acercaban al mostrador a preguntar; el pequeño rellano del ascensor, las
puertas metálicas que se abrían, la sensación de estar descendiendo varias
plantas...
-“Por fin llegó el momento”-,
pensaba emocionada. -“Ahora sí. Esta vez sí”-. Un año y medio después de mi
último ingreso en un hospital volvía a estar en una camilla, volvía a entrar en
un quirófano, pero por un motivo totalmente opuesto: en esta ocasión la vida se
había abierto paso con fuerza creciendo incansablemente día tras día, semana
tras semana, expandiendo generosa su energía y su luz.
-“Soy Carmina, la matrona. Voy a
acompañarte en el parto. Ánimo, que te queda una larga tarde por delante”-.
Después de ella fueron llegando enfermeras, el anestesista, el ginecólogo.., Y
se cumplió su predicción: la tarde fue larga. Pasaron un par de horas de espera
y dolores, de contracciones cada vez más intensas, de empujar con fuerza,
relajar, coger aire profundamente y empujar más fuerte aún… Hasta que tú
llegaste.
-“Ya está aquí, ya está aquí”-,
anunciaba el doctor. -“¿Quieres ayudar a sacarla?”-, preguntó. Sin dudarlo un
instante me incorporé en la camilla y te cogí suavemente por debajo de tus
brazos. Te atraje hasta mi pecho con la delicadeza de quien sabe que tiene un
tesoro inmenso y enormemente frágil entre las manos. -“Bienvenida al mundo,
Daniela”-, te dije mientras te colocaba sobre mi pecho. -“Te quiero. Te quiero
mucho”-, repetí observando tu carita, tus ojos que comenzaban a abrirse, tu
cuerpecillo menudo que se movía como un pez que acabara de emerger a la
superficie.
Después del esfuerzo del parto,
sentirte tan cerca fue la mejor recompensa. Tus primeros minutos de vida
transcurrieron en mi regazo, unidas aún las dos por el cordón umbilical. Papá,
que estuvo conmigo todo el tiempo acompañándome y dándome ánimos, nos observaba
con emoción y ternura. -“Bienvenida al mundo y a nuestra familia. Te estábamos
esperando”-, te decía mientras te acariciaba la cara.
Hace tres años y medio, un 12 de
mayo, volví a nacer con la llegada de Valeria. Años después, el 20 de octubre,
sentí que volvía a nacer contigo, Daniela, un día especial y mágico que
recordaré mientras viva.
Es cierto que la maternidad te
convierte en una persona mejor: te agranda el corazón, el entendimiento y la
conciencia. Cada día que pasa me doy cuenta de la suerte que he tenido de tener
unas hijas como vosotras. Y ahí estaré siempre, caminando a vuestro lado para
cuidaros, aconsejaros, acompañaros, quereros… Ahí estará siempre. Hasta mi
último aliento. Hasta el infinito con mis niñas Valeria y Daniela.
Momentos que cambian la vida, la dureza del parto y la recompensa de tener un ser maravilloso en el pecho.
ResponderEliminarTodo mi respeto prar las madres.