En carne viva

Visitar una exposición retrospectiva de un artista es como sostener entre las manos un álbum completo de su vida que incluye fotografías, anotaciones, bocetos, tachaduras, recortes… Las obras que hay dentro de la sala hablan de su búsqueda y sus respuestas, de su forma de ver el mundo y traducirlo a un lenguaje íntimo y particular. Ésta fue la sensación que tuve este fin de semana al visitar la exposición de Yayoi Kusama en el Museo Reina Sofía: la de adentrarme en un viaje acelerado por la vida de esta artista japonesa que no ha parado de lanzar mensajes al mundo desde que era muy joven hasta nuestros días, en los que sigue creando pinturas y esculturas en el hospital donde reside.

La evolución de su obra deja al descubierto sus circunstancias, sus hallazgos, sus huellas en el camino: la ingenuidad de los primeros años; las obsesiones de su etapa neoyorkina, en la que transformaba objetos cotidianos con elementos que representaban sus miedos y que repetía hasta la extenuación; la nostalgia de la mujer oriental que se sabía extranjera en Occidente y reunía en sus collages cientos de pegatinas de correo postal; la crítica a una sociedad rígida y burguesa con cientos de puntos de colores que invadían muebles, mesas y sillas; el mundo divertido y naif que creaba en sus instalaciones de cristal, luces y agua; el colorido y la fuerza de su fase de madurez, con pinturas que atrapaban al espectador con el magnetismo de las vallas publicitarias al borde de la carretera…

Kusama crea un universo complejo y expansivo, en constante evolución. Su obra puede gustar más o menos, pero es difícil que deje a alguien indiferente: en ella se reconoce la sinceridad del verdadero artista, de quien decide mostrarse y compartir hasta las últimas consecuencias, con toda su vulnerabilidad. En carne viva.

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