Estar conectado

Casas de piedra con chimeneas humeantes, prados tapizados de verde y una lluvia fina que riega la tierra con insistencia y llena el paisaje de bruma. Viajamos en coche, con la prudencia que obliga el mal tiempo y que permite que los ojos se detengan en cada detalle. A ambos lados de la carretera, las señales de tráfico se alternan con cruceiros rodeados de musgo y rótulos de bares de aspecto sencillo y mesa agradecida, donde se come buen pulpo y el vino prolonga las sobremesas con alegría y buen humor. Galicia en otoño huele a leña y pan recién horneado, a tierra mojada y paredes humedecidas.


Los pueblos del Norte acogen al viajero con la calidez de la gente del campo, que vive permanentemente conectada con la Naturaleza. Siempre he admirado la fuerza de ese vínculo y la capacidad de algunas personas para predecir la proximidad de las lluvias o el alumbramiento de un animal, de saber qué necesita la tierra para ser más fértil y producir mejores cosechas. Los habitantes de la ciudad no estamos tan conectados con el entorno (o sí: con su parte más ruidosa, estresante y prefabricada) y trasladamos con frecuencia esa falta de conexión a nuestras propias vidas. Cuántos problemas de salud podrían evitarse -o al menos mitigarse- haciendo deporte y comiendo de una forma más sana; cuántas relaciones se salvarían si nos comunicáramos más y mejor; cuánta energía podría ahorrarse reciclando materiales y consumiendo de una forma más razonable...


Estar conectado es estar presente y actuar de acuerdo a la naturaleza de cada situación, respetando sus ciclos y su esencia. La felicidad es más accesible cuando sabemos fluir con nuestro entorno.

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