Mujer gitana sobre fondo gris

Su presencia resultaba extraña en el escenario moderno y experimental de Matadero: una mujer gitana de mediana edad, de figura oronda y pelo negrísimo como su falda y su camisa de lentejuelas, permanecía en silencio sobre las tablas mientras el bailaor ejecutaba coreografías impredecibles. El espectáculo prometía fusión de flamenco y danza contemporánea: en ciertos momentos sorprendía y en muchos otros desconcertaba. Demasiado esfuerzo por resultar original. Demasiadas piruetas, demasiadas situaciones absurdas. Ninguna historia. Demasiado frío.

Afortunadamente, cuando el público ya comenzaba a impacientarse, un foco de luz iluminó a la cantaora, que sin ningún acompañamiento musical, completamente desarmada, llenó su pecho de aire, cerró los ojos y comenzó su actuación sobre el escenario. Su voz salía con fuerza y se extendía por el auditorio como una sábana invisible, cálida y envolvente. Cantaba al desamor con profundidad y fuerza, con una sinceridad descarnada, rota y dolorida. “Nuestro amor, qué poquito nos ha ‘durao”, se lamentaba. Acompañaba su cante con pequeños golpes acompasados sobre una mesa de madera. Su mano gruesa -abierta como un abanico, acostumbrada a trajinar con ollas en las que hacer pucheros, acunar a niños y cuidar a enfermos- su mano gruesa de matriarca madura y experimentada caía sobre la mesa rotunda, desconsolada.

“Qué poquito nos ha ‘durao’. El amor. Qué poquito nos ha ‘durao”. Cantaba sin artificios, sin imposturas, como hubiera cantado en su casa o en una fiesta con amigos. Desde dentro y con comodidad, haciendo lo que sabía, como lo venía ensayando y puliendo desde hacía años. Ambos artistas eran buenos, pero había una gran diferencia entre ellos: uno buscaba impresionar, acaparar la atención de los críticos y distinguirse a toda costa, mientras que la otra, sin embargo, se esforzaba únicamente en proyectar sus sentimientos y la fuerza de esa intención creaba una química especial con el público que la convertía en la verdadera protagonista del espectáculo.

Los espectadores de una obra valoran la técnica, pero por encima de todo buscan emociones. El juicio de los otros puede ser una referencia para el artista, pero nunca un objetivo. Quien aspira al elogio y al reconocimiento corre el peligro de perderse: la autenticidad y el ego transitan por caminos diferentes.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Y llegó Valeria

La magia del momento

Padres-orquesta en tiempos de confinamiento