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La magia del momento

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La vida está llena de momentos especiales, pero hay que saber identificarlos. Basta con permanecer atentos a lo que sucede a nuestro alrededor, mirar con curiosidad al mundo y estar dispuestos a dejarnos sorprender. La semana pasada, viví uno de esos momentos. Estaba paseando por la playa cuando de repente vi a un joven músico caminar con su guitarra sobre un espigón situado a unos metros de la orilla. Cuando se aproximó al extremo, desenfundó su guitarra, desplegó un pequeño atril metálico, colocó sus partituras y comenzó a ensayar su repertorio. Su música se expandía lentamente por aquel lugar prácticamente desierto, en el que solo se escuchaba el tenue rumor de las olas y el sonido intermitente de algunas gaviotas que merodeaban sobre la arena y alzaban el vuelo. El joven tocaba con destreza y emoción, como si el mar estuviera repleto de un público exigente e invisible. Todo en aquel momento desprendía calma y armonía: los acordes de la guitarra y la voz del cantante; el sol gene

Reencuentros

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Hasta hace poco tiempo, los reencuentros estaban asociados a las escenas más efusivas de las películas románticas, a las letras de ciertas baladas y al célebre anuncio navideño del turrón. Los reencuentros eran el territorio natural de los emigrantes, de las parejas a distancia y de los estudiantes de provincias. La lejanía era un mal poco conocido, un peso en la mochila que cargaban otros a sus espaldas. Hasta que llegó el confinamiento e impuso su ley de vida a lo lejos, sus restricciones y sus reglas. Y la experiencia de la distancia se extendió a todos y nos hizo añorar la cercanía con nuestros seres queridos, el calor de los abrazos y la espontaneidad de los besos. Nos llevó a familiarizarnos con las videollamadas, a tachar los días en el calendario como los presos dentro de sus celdas y a esperar cada día con más ganas ese ansiado momento del reencuentro.  Decía ‘El Principito’ que no se valora algo hasta que se pierde y todos hemos comprobado hasta qué punto es verdad

Padres-orquesta en tiempos de confinamiento

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Ya se ha convertido en una especie de ritual que se repite todas las mañanas, de lunes a viernes, entre las 09:00 y las 09:15 horas: unos pequeños beeps en el móvil me avisan de la llegada de nuevos correos en mi cuenta. -Buenos días, familias. ¿Qué tal estáis? Os dejamos los deberes de hoy…-. Y después de este saludo cordial empieza la relación de tareas: problemas, cuentas, un dictado, dos páginas de ejercicios de Science, una comprensión lectora, repaso de vocabulario de inglés, un ejercicio de plástica… Inciso: mi hija mayor tiene 6 años y está en primer curso de Primaria. Prosigo: -Os pasamos también un enlace a Youtube con una presentación sobre el sistema solar. Y, para finalizar, os hemos dejado las instrucciones para que grabéis un vídeo con unos ejercicios de Educación Física en el apartado ‘Tareas’ de la aplicación ‘Teams’-. Ehh… Vale. Mientras imprimo la media docena fichas que han mandado (la impresora ha sido la compra más útil que hemos realizado en el c

Hope

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En días tan complicados como estos, cobra pleno sentido el significado de la palabra esperanza. En medio del desastre, de las cifras mortales, de las distancias impuestas… En plena incertidumbre sobre nuestro futuro más inmediato, la esperanza y el pensamiento positivo son nuestros mejores aliados. Tratemos de encontrar pequeñas cosas que nos arranquen la sonrisa a lo largo del día: conversaciones con familiares y amigos; lecturas y música que nos inspiren; ficciones y contenidos que nos transporten a mundos mejores; juegos que podemos compartir con nuestros hijos y nos hagan sentir como niños, al menos durante un rato… Agarrémonos con fuerza a los pequeños instantes de felicidad para avanzar con más ánimo hacia el final del confinamiento. No dejemos que el miedo y el desaliento se infiltren en nuestras vidas. Sigamos soñando. Sigamos creyendo en nuestros proyectos, aunque no tengamos una fecha concreta para realizarlos. Sigamos esperando con ilusión el día en que podamos

Parejas en tiempos de coronavirus

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Poco se dice de los que acompañan, de los que consuelan, de los que viven al lado de los que están en primera línea de fuego para salvarnos de esta epidemia. Ellas y ellos son los que se quedan en casa mientras sus parejas viven una lucha sin cuartel contra el coronavirus en hospitales, centros de salud y ambulancias. Mujeres y hombres que asumen en solitario el peso de sus hogares, hacen malabares con el teletrabajo, preparan comidas, friegan platos y ayudan a los niños con los deberes mientras pasan el día preocupados por la salud de sus parejas -en permanente contacto con el virus- y por la de todos los miembros de la familia, en riesgo también de contagiarse. Son las mujeres y hombres detrás de quienes trabajan para salvarnos, las personas de las que nadie habla y que, sin embargo, viven esta cuarentena tratando de aportar equilibrio y paz en medio de la tormenta: las que cuidan de sus parejas cuando regresan a casa extenuadas y escuchan sus relatos cargados de problema

Be water, my friend

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Pi-pi. Despertador. El sol aún no ha empezado a salir. Cinco minutos más y al próximo pitido me levanto. Pi-pi-pi. Es la hora. Se acabó la tregua. Comienza la carrera diaria: aseo-desayuno-niños-colegio-trabajo-vuelta a casa-baños-cena de niños-cuentos-besos de buenas noches… Un momento: ¿Ya son las diez y media y todavía no he cenado? Sí. Como pasó ayer. Y antes de ayer. Y todos estos meses atrás. La fuerza de las rutinas es tan fuerte que nos pasamos el día encadenando tareas, solucionando imprevistos, saltando olas. Y cuando acabamos la jornada estamos tan cansados que lo que más nos apetece es irnos a descansar. Por eso idealizamos tantos las vacaciones: en medio de la batalla diaria, emergen como una isla paradisíaca en medio del océano. En nuestra mente se dibujan horas de sueño, plácidos días de playa, conversaciones distendidas… Aunque después la realidad se encargue de pinchar la burbuja poniendo colas en las barras de los chiringuitos, salpicones de arena de alguien que

Mi niña Daniela

Llegaste al mundo una noche de luna llena, tan luminosa y resplandeciente como la que brillaba en el cielo el día en que papá y yo nos casamos. -“Nos vamos a la sala de dilatación”-, comentó con una sonrisa el celador encargado de trasladarme en la camilla hacia el quirófano. Recuerdo con claridad todos los detalles de ese pequeño trayecto: un pasillo largo por el que desfilaban habitaciones con numeraciones correlativas; una máquina dispensadora de comida y otra de agua y refrescos; el control de enfermería, con varias auxiliares dando indicaciones a las personas que se acercaban al mostrador a preguntar; el pequeño rellano del ascensor, las puertas metálicas que se abrían, la sensación de estar descendiendo varias plantas... -“Por fin llegó el momento”-, pensaba emocionada. -“Ahora sí. Esta vez sí”-. Un año y medio después de mi último ingreso en un hospital volvía a estar en una camilla, volvía a entrar en un quirófano, pero por un motivo totalmente opuesto: en esta ocasión la v