Aprender a compartir

Resulta fácil distinguirlas entre la muchedumbre: caminan deprisa, hablan de forma directa y viven agobiadas con una lista interminable de tareas pendientes. Trabajan, se ocupan de sus hijos, gestionan la intendencia de sus casas y terminan el día completamente agotadas y con la sensación de que las cosas más importantes de la vida se les están escapando de las manos.

Miles de mujeres transitan diariamente por los mismos laberintos, tratando de encontrar un camino que, en vez de conducirles a la salida, les sitúa una y otra vez en el punto de inicio, con las mismas trampas y los mismos obstáculos. De entre todos ellos -la falta de ayuda, la escasez de recursos…- el más severo y frustrante es el de la propia exigencia: cumplir a la perfección con todo y con todos. El perfeccionismo es un arma de doble filo: nos ayuda a mejorar y superarnos, pero también nos esclaviza y nos impide disfrutar de momentos que quizás no vuelvan a repetirse y que hemos acabado sacrificando por una obligación de cuestionable urgencia.

Lo más paradójico de la situación es que para las mujeres perfeccionistas cualquier pequeño detalle se convierte en una tarea ineludible: redactar un mail a un cliente que sólo ellas saben contentar, cocinar la tarta de cumpleaños de su hijo o levantarse inmediatamente de la mesa para limpiar los platos mientras los demás disfrutan de una agradable conversación. Si ellas no lo hacen personalmente, seguro que no saldrá igual de bien.

Si fuéramos más conscientes de nuestras prioridades y nos dejáramos ayudar con más frecuencia, el mundo sería un lugar más cómodo y menos estresante para las mujeres. Desde pequeñas nos han enseñado a atender e implicarnos en nuestras tareas pero… ¿cuándo vamos a aprender a compartirlas?

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