Estaciones de paso
En cualquier viaje hay estaciones incómodas de transitar. En ocasiones, el tren se estropea y te obliga a pasar un tiempo indefinido en lugares inhóspitos y desagradables, andenes sombríos donde las horas pasan lentamente, pesadamente, cansadamente.
En estos momentos, me encuentro en una de esas etapas. El andén está en la zona Norte de Madrid, junto a cuatro imponentes rascacielos. El hospital de La Paz tiene una estación bulliciosa y concurrida a la que se accede por el Servicio de Urgencias. Celadores de camisa amarilla y pantalón blanco tratan de poner orden en la fila de enfermos que guardan con resignación su turno para ser inscritos en la sala de admisión. Mujeres y hombres de todas las edades, razas y condiciones sociales aguardan para recibir atención mientras reposan las cabezas en el hombro de sus parejas, se tocan con preocupación las partes doloridas de su cuerpo o miran con impaciencia el reloj. Los familiares se ponen nerviosos y preguntan a los celadores, los enfermos en silla de ruedas ralentizan visiblemente el tránsito y las voces de megafonía no paran de llamar a enfermos que buscan con torpeza la consulta 1 (-“¿Han dicho 1, verdad?”-), se dan cita en la puerta de Urgencias para ser conducidos en grupo a las salas de radiografías o son convocados para un tratamiento, como en mi caso.
La primera sensación que tengo al entrar es desoladora: en una ciudad como Madrid, donde los edificios y servicios públicos están tan cuidados, resulta asombroso comprobar el aspecto decadente y anticuado de su hospital principal. Un asiento de metro está mejor cuidado y conservado que un viejo sillón de la sala de curas. Desde el puesto que me asignan, mientras inhalo el líquido gaseoso del aerosol, miro al señor octogenario que tengo enfrente. -“Saturnino, vamos a tener que ingresarle”-, le anuncian. El hombre tiene aspecto de estar cansado y muy enfermo. En su mirada hay varios signos de interrogación (¿Por qué, hasta cuándo…?), pero agacha la cabeza y no dice nada. A su lado, una joven que se contrae sobre el vientre (-“Aún no la ha visto el médico, pero la hemos traído aquí porque estaba sola”-, comenta una ATS a su colega), una chica pelirroja conectada a un suero y un señor de cuarenta y tantos unido por un estrecho tubo y una mascarilla a una máquina de oxígeno. Me encuentro mal, de hecho hacía tiempo que no me encontraba tan mal. Pero el médico de la consulta 9 me ha dicho que podía volver a casa después de haberme recetado los fármacos y haberme explicado la posología. Me siento triste, cansada y dolorida, pero afortunada. En mi caso, el hospital es sólo una estación de paso.
En estos momentos, me encuentro en una de esas etapas. El andén está en la zona Norte de Madrid, junto a cuatro imponentes rascacielos. El hospital de La Paz tiene una estación bulliciosa y concurrida a la que se accede por el Servicio de Urgencias. Celadores de camisa amarilla y pantalón blanco tratan de poner orden en la fila de enfermos que guardan con resignación su turno para ser inscritos en la sala de admisión. Mujeres y hombres de todas las edades, razas y condiciones sociales aguardan para recibir atención mientras reposan las cabezas en el hombro de sus parejas, se tocan con preocupación las partes doloridas de su cuerpo o miran con impaciencia el reloj. Los familiares se ponen nerviosos y preguntan a los celadores, los enfermos en silla de ruedas ralentizan visiblemente el tránsito y las voces de megafonía no paran de llamar a enfermos que buscan con torpeza la consulta 1 (-“¿Han dicho 1, verdad?”-), se dan cita en la puerta de Urgencias para ser conducidos en grupo a las salas de radiografías o son convocados para un tratamiento, como en mi caso.
La primera sensación que tengo al entrar es desoladora: en una ciudad como Madrid, donde los edificios y servicios públicos están tan cuidados, resulta asombroso comprobar el aspecto decadente y anticuado de su hospital principal. Un asiento de metro está mejor cuidado y conservado que un viejo sillón de la sala de curas. Desde el puesto que me asignan, mientras inhalo el líquido gaseoso del aerosol, miro al señor octogenario que tengo enfrente. -“Saturnino, vamos a tener que ingresarle”-, le anuncian. El hombre tiene aspecto de estar cansado y muy enfermo. En su mirada hay varios signos de interrogación (¿Por qué, hasta cuándo…?), pero agacha la cabeza y no dice nada. A su lado, una joven que se contrae sobre el vientre (-“Aún no la ha visto el médico, pero la hemos traído aquí porque estaba sola”-, comenta una ATS a su colega), una chica pelirroja conectada a un suero y un señor de cuarenta y tantos unido por un estrecho tubo y una mascarilla a una máquina de oxígeno. Me encuentro mal, de hecho hacía tiempo que no me encontraba tan mal. Pero el médico de la consulta 9 me ha dicho que podía volver a casa después de haberme recetado los fármacos y haberme explicado la posología. Me siento triste, cansada y dolorida, pero afortunada. En mi caso, el hospital es sólo una estación de paso.
Y que lo siga siendo. Mucho más con esas infraestructuras. Quizás el personal sea algo mejor.
ResponderEliminarBesitos.
Sí, afortunadamente he recibido un trato muy humano y profesional. Gracias por tus palabras. Besos
ResponderEliminarAnimo Estefanía que pronto te recuperarás y te tendremos por aquí de nuevo
ResponderEliminarBesitos