Una luz más fuerte

Tiene una sonrisa generosa y resplandeciente, capaz de iluminar una calle entera. Sus ojos brillan con una luz especial, como si custodiaran un secreto inaccesible al resto de los mortales, una fórmula mágica para conservar la tranquilidad y el buen humor en cualquier circunstancia, en todo momento. Siempre.

Llega por la mañana temprano al rincón que ocupa desde hace años en Bravo Murillo, cerca de la salida del metro de Tetuán, enfrente de un semáforo donde cada día desfilan presurosas cientos de personas que van y vienen mirando los relojes, apremiando el paso de los niños que llevan de la mano o apurando los últimos instantes en los que el color rojo mantiene a raya a una larga hilera de coches.

El músico despliega su silla de playa y se sienta delante de una fachada llena de colores, letras y mensajes variados: promociones de un gimnasio especializado en culturismo, carteles de un cantante latino que anuncia un concierto en una sala cercana y mensajes de señoras serias y formales que se ofrecen para servicio doméstico y dejan su teléfono móvil en pequeños papelitos escritos a mano.

Después de orientar su silla hacia el sol, extrae el acordeón de su funda y lo acerca con suavidad hacia el pecho, como si lo estuviera abrazando. Hay gestos que dicen más de una persona que una larga conversación. Y el acordeonista es un hombre de gestos, que acompasa armoniosamente con cada nota. Su cuerpo se mueve de izquierda a derecha siguiendo el ritmo de apertura y cierre de su instrumento, un acordeón viejo, vivido, lleno de polvo, emociones e historias. De vez en cuando, su cabeza se agacha en señal de agradecimiento hacia algún transeúnte que deja una moneda en su caja de cartón o para saludar a algún rostro conocido que identifica entre una marea de gente que sube y baja las escaleras del metro.

Bravo Murillo no sería igual sin su acordeonista: forma parte del paisaje propio de la calle, como el escaparate repleto de pasteles del “Nebraska”, la lista de cupones del vendedor de la ONCE o los expositores de zapatos sobre las aceras. Su serenidad inmutable resiste el frío de noviembre, el bullicio de las compras de Navidad y las tardes solitarias de agosto, en las que el sol aplasta el ánimo de los pocos incautos que se atreven a salir.

En todas las calles de Madrid debería haber una sonrisa como la suya.

Hay personas que, sin saberlo, son un foco constante de luz.

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