Zona protegida

Uno de mis momentos preferidos del día es el anochecer, cuando regreso del trabajo y traspaso el umbral de mi casa. Fuera se quedan el frío, los atascos y las colas en las cajas de los supermercados. La puerta es un paso fronterizo: permite la entrada a quienes queremos y bloquea la entrada a visitas indeseadas. La visión de la casa recién iluminada y el sonido de la puerta que se cierra tienen un efecto tranquilizador. Empieza la parte más valiosa de nuestro tiempo, la que podemos dedicar a lo que más nos gusta y a quienes más nos importan.

Hay pocos lugares tan plácidos para el descanso como nuestro sofá; sitios tan apetecibles para comer como nuestra cocina y cafés tan en su punto de crema y cafeína como el que prepara nuestra cafetera; no hay mejor espacio para ver un partido de fútbol como nuestro salón y rincones tan íntimos y conocidos como el de nuestro dormitorio (por no hablar de los baños, tan anhelados cuando estamos varios días de viaje y no terminamos de acostumbrarnos al uso de los ajenos).

Desde hace algún tiempo, me he vuelto más casera si cabe: prefiero preparar la cena para mis amigos que quedar en algún restaurante o escribir en mi despacho que en la mesa de una cafetería (aunque no dejo de apreciar las ventajas de abrir la tapa del portátil en un local tranquilo, con música agradable y una buena selección de aperitivos).

A pesar de ser una viajera infatigable y estar siempre dispuesta a la aventura, no dejo de reconocer que mi casa es uno de mis lugares preferidos en el mundo. El sitio que alberga los objetos que me hacen la vida más agradable. Mi refugio personal de brazos abiertos, donde sé que me quieren y mi esperan. Cuando abro la puerta de mi casa se acaban las tensiones: estoy en zona protegida.

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