Pendientes de un hilo


El sábado pasado estaba haciendo unas compras en un centro comercial de bricolaje. Habíamos elegido los artículos que nos íbamos a llevar y nos aproximábamos a la línea de cajas cuando escuchamos un grito aterrado. -“¡¡AYUDA!!!-, imploraba una voz joven y desgarrada. -“Por favor, AYUDA”-. El eco de sus palabras impuso silencio en varios metros a la redonda y paralizó a las parejas que discutían por el estampado de las cortinas, a los hombres que pedían asesoramiento a los empleados para escoger los tornillos adecuados y los niños que reclamaban un refresco entre sollozos. Hay sonidos que delatan una urgencia extrema, una necesidad imperiosa de auxilio y protección.

Alarmados por el tono grave de la joven, varias personas salimos corriendo en su busca sorteando pasillos llenos de grifos, intentando localizar a la chica entre utensilios de baño, estores y edredones. En medio de un pasillo, la joven trataba de sujetar a su madre, que sufría un ataque de epilepsia. Instantes después, varios empleados de la tienda le ayudaban, una clienta que era doctora intervino con eficacia hasta el final de la crisis (milagrosamente siempre se encuentra un médico cuando se le necesita) y la señora se recuperó en pocos minutos, acostumbrada ya a las sacudidas violentas y totalmente imprevisibles de los ataques epilépticos.

La vida nos pone al borde del abismo cuando menos lo esperamos. Todos nuestros esfuerzos pueden verse truncados en sólo unos minutos, en medio de un episodio intrascendente y banal como una jornada de compras. Afortunadamente, siempre hay personas dispuestas a correr ante un grito de socorro y echar una mano en los momentos en los que la vida golpea a alguien con fuerza y necesita apoyo y atención. La enfermedad nos convierte en seres frágiles y vulnerables. Quizás por eso también consigue unirnos y sacar lo mejor de nosotros.

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